Un mal sistémico, cuestiones no resueltas del pasado.
Como una infección que va extendiendo su influencia,
los daños sufridos crean agujeros por los que la identidad se ve centrifugada.
Hay vacío, dolor, confusión.
Incapacidad para sostener la propia conciencia,
para mantener la narrativa, la creación enraizada.
Como un alga dentro de una ola violenta, la energía va de un lado para otro, arrastrándonos:
ahora hacia arriba, ahora hacia abajo.
Desposeídos,
somos partículas danzantes en el agua.
Como una llamada que nos obliga a reinventarnos contundentemente,
suspendidos en el fondo del mar antiguo,
somos llevados por energías más grandes que nosotros mismos,
esperando a que la oleada nos vuelva a llevar hacia la superficie.
En este momento previo, en este segundo de espera donde la exhalación ha expirado,
rezamos para que los astros vuelvan a ser benignos,
podamos ascender y concebir nuevamente.
Abrazamos este instante congelado en el tiempo como algo trascendente,
como un desfallecimiento impuesto,
creado por los mil fractales que nosotros mismos hemos engarzado,
generando esta maquinaria infranqueable.
Cuesta tomar responsabilidad,
rechazamos los espejos que muestran nuestros yoes descartados, heridos, desechados.
Cuesta recoger el ancla de lo que nos pertenece y lo que no nos pertenece, diferenciarlos a ambos, entender lo que somos.
Rescatar lo que no consideramos nuestro pero está intrincado en nuestro ADN,
en nuestra narrativa inconsciente,
en esta red que atrapa y ahoga,
que contrae y expande el núcleo mismo de nuestra existencia.
En los suburbios de la mirada errante, entre el sueño, el pasado y la realidad que hoy nos habita,
duermen monstruos, sueños rezagados, desilusiones, tantos espejismos.
En duermevela la vida y la muerte se despedazan una y otra vez,
en nuestras cicatrices, nuestros aciertos,
en esta incesante devoción hacia el misterio,
devoradora, apasionante, incomprendida.