Se dice que la violencia es el uso de la fuerza física o psicológica ejercida por una o varias personas para imponer su voluntad o una situación determinada a otra u otras personas cuyos objetivos son diferentes a el/la o l@s primer@s.
Existe un tipo de violencia indirecta que permite que las dinámicas violentas se puedan dar y perpetuar, y tiene que ver con mantener una actitud de silencio, omisión o confluencia con este tipo de circuitos energéticos sociales. Esto a su vez, tiene relación directa con la cultura relacional de los individuos y/o grupos. Una foto icónica que ejemplifica el polo opuesto a este fenómeno, es la del alemán August Landmesser, negándose a hacer el saludo nazi en 1936. Recuerdo con cariño como en un Posgrado de Cultura de Paz de la Cátedra de la Unesco que estudié en el año 2005, y en relación a la naturaleza de la violencia y su estructura, nos enseñaban que la neutralidad como opción, no existía en realidad. Callar era una opción y una decisión, y por tanto, también formaba parte del sistema que permitía o no, cierto tipo de situaciones o experiencias. Quien calla, otorga, decimos.
Muchos de los jóvenes con los que hablo, y en un período donde la influencia del grupo se vive con mucha intensidad (la adolescencia), se acaban sincerando conmigo y me reconocen que a veces, cuando son testigos de algunas situaciones donde ciertas personas instigan a otras, no dicen nada por miedo. O también experimentan el fenómeno del chivo expiatorio, en cuyas situaciones algunos de los adolescentes piensan «mientras se metan con esa otra persona, no se meterán conmigo».
Hace poco entré en el antiguo Twitter por primera vez en mi vida. Me quedé completamente atónita de todos los vídeos y la violencia que se transmitía en la mayoría de los casos: comentarios, opiniones, descalificaciones… La aplicación daba la apariencia de un fenómeno normal, como algo que uno pudiera mirar cada día, y de hecho es así para miles de personas. La normalización de la violencia es algo preocupante. Puedes ver a gente asesinando, haciendo bullying sin que nadie haga nada e incluso riéndose y vitoreando, pegando palizas, acuchillando…
La semana pasada a la hora del patio en el Instituto donde trabajo, se empezaron a agrupar bastantes alumnos de todos los cursos, y era porque había dos niñas de primero de ESO que estaban peleadas y se querían pegar. Pasamos, después de intervenir y disolver la aglomeración, por todos los cursos para darles instrucciones sobre lo que tenían que hacer en caso de que dos o más personas estén sintiendo mucha tensión o agresividad, que no es, evidentemente quedarse ahí mirando y echar más leña al fuego.
Recuerdo cuando era niña y me preguntaba cómo se podía llegar a estar en guerra, cómo se podía llegar a una locura semejante. Hoy con casi cincuenta años y después de sobrevivir una dinámica familiar realmente tóxica, por mi profesión y la propia experiencia, puedo decir que desgraciadamente he llegado a comprenderlo. Aún recuerdo cuando tenía unos veintipocos años y recién llegada a Barcelona, fui a escuchar una conferencia de Salvador Minuchin, chileno y referente internacional de la terapia familiar sistémica, y cómo me impactó su opinión tan degradada, despectiva, del ser humano. Yo aún conservaba una visión idealista, altruista de las personas, de la realidad.
Lo cierto es que hay una parte muy salvaje y depredadora tanto en las personas como en los grupos, en las interacciones, en las culturas relacionales. Creemos que nuestra visión del clan, que los derechos de los “nuestros”, deben primar sobre los “otros” y actuamos desde ese programa inconsciente, primario, brutal. Es la mentalidad de la supervivencia a toda costa, la materialidad, los recursos (emocionales, de pertenencia, económicos), el egoísmo, la sensación de estatus. Pensamos que estamos separados de los demás, y además que somos mejores que los demás, pero esto lamentablemente es sólo una ilusión, un truquito de magia barato que genera nuestro ego.
En realidad, el problema básico del ser humano está relacionado con la consciencia. Ningún sistema político, económico, religioso, social y mucho menos científico (la nueva autoridad), puede resolver un conflicto que se debería abordar tanto individual como colectivamente, que es el problema de la convivencia. Como dice Benjamin de Loenen Director ejecutivo de ICEERS en su charla TED (https://www.youtube.com/watch?v=eLMub3jmbiw&t=25s&ab_channel=TEDxTalks), el desafío que enfrentamos (quizá el que hayamos enfrentado siempre) es poder encontrar una nueva forma de relacionarnos con nosotros mismos y con los demás. Necesitamos nuevas herramientas para relacionarnos de forma más sana, sincera y creativa. La psicología ofrece algunas metodologías y estrategias para abordar los aspectos menos evidentes de la psique y las relaciones humanas. Algunas de las tecnologías de la conciencia, utilizadas respetando su metodología original y la sabiduría ancestral que contienen, también pueden arrojar una nueva luz a esta difícil cuestión.
En este sentido, tal y como apunta de Loenen, el conocimientos ancestral ha guardado en su esencia, los secretos de la verdadera sanación, no prostituida por intereses económicos o egoicos. Este conocimiento es más necesario y preciado que nunca hoy en día, que existe la necesidad de sanar a un nivel tanto individual como colectivo. Gracias a las plantas sagradas y la curación que propician, experimentamos una mayor conciencia de la interconectividad con todo, apreciamos la importancia del mundo natural como una segunda piel y renovamos la concepción del ser humano como una pieza más dentro de un misterioso mecanismo mucho más grande, complejo e interrelacionado de lo que en un principio podríamos concebir con nuestra conciencia ordinaria.
Volviendo al fenómeno de la violencia, no tenemos que perder de vista que el 90% de todo tipo de abusos se generan en la familia. Es decir, la violencia la aprendemos por lo general en nuestros círculos íntimos, y no con desconocidos. El maltrato o la indefensión aprendida se asimila de forma vicaria en los circuitos relacionales que luego volveremos a reproducir en nuestros vínculos adultos. Esta consideración no la tiene en cuenta el sistema judicial que atribuye y basa sus sanciones y actuaciones alrededor de la pareja, en lugar de la familia, en cuestiones de género. Tampoco se tiene en cuenta cuando se trabaja esta cuestión en ámbitos educativos, volviendo a centrar toda la intervención en la relación hombre-mujer, y sobre todo con las mujeres.
No recibir afecto es también violencia. Como reza el proverbio africano “El niño que no sea abrazado por su tribu, cuando sea adulto, quemará la aldea para poder sentir su calor”. Porque la violencia es un patrón, es el lugar desde donde se vive la falta de afecto y calidez verdadera y es una respuesta, por tanto, lógica, a la privación y al abandono. No es sólo una respuesta natural, sino también comprensible, si entendemos las verdaderas necesidades de un ser humano.
Hay un punto de no retorno cuando se desata el animal, y esto forma parte de nuestra naturaleza. Ya sabemos desde hace mucho tiempo que el amor tiene efectos preventivos contra el horror, la ira y el furor. Somos seres emocionales, la nutrición es una necesidad básica y no es negociable. Hablo aquí de la buena nutrición, la que implica respeto, afecto y amor genuinos.