Vivimos en un mundo donde la sensibilidad se ha convertido en un problema. Quizás siempre haya sido así. Los grandes pensadores, artistas, visionarios y místicos se han destacado por una cualidad, y esta es la gran sensibilidad que tenían y que por suerte, pudieron desarrollar a través de un ámbito de conocimiento concreto y así explicarnos su historia, su narrativa y su mirada, dejando un legado, un valor añadido y fuera de la norma, un lenguaje singular con el que reinterpretar el mundo.
Muchos de los adolescentes con los que hablo tienen una gran sensibilidad. A esta edad, aunque muchos ya llevan las cargas de sus entornos, familias y experiencias personales, aún se vislumbra, intacta, una gran autenticidad en la manera de sentir el mundo. Como una hoja en blanco, temblando, con terror y asombro al mismo tiempo.
Me sorprende que muchos adolescentes diagnosticados como Asperger (ahora ya todo se enmarca en el Trastorno del Espectro Autista), TDA (Trastorno de déficit de Atención), incluso dislexia, entre otros, sobresalen por ser personas con una gran sensibilidad, sensibilidad que les diferencia del resto de sus compañeros, maneras de estar diferentes, personas con rasgos distintivos.
La sensibilidad es la capacidad para percibir lo inexpresado. Tiene que ver con una cualidad que engloba sentimiento, pensamiento e intuición. Es una energía sutil que nos permite recibir información de los acontecimientos y las personas que no son directamente observables u objetivas. Es una mirada única de la realidad, subjetiva y personal.
Hoy en día, todos estamos muy ocupados. Lo que no es fácilmente catalogable lo descartamos por su complejidad, porqué va más allá de nuestra comprensión. Además, suele pasar que lo que no se comprende se mira con sospecha, y se suele pensar mal sobre las intenciones del otro, sólo porque no nos resulta familiar y porque solemos proyectar nuestros propios valores sobre el comportamiento de los demás, cuando en realidad, la subjetividad del otro quizá no tenga nada que ver con nuestros esquemas mentales. Esta es la clave de cualquier problema de comunicación, que genera todo tipo de malos entendidos.
La sensibilidad no es un problema que hay que resolver, etiquetar o una patología que hay que medicar. Quizá lo que está pasando en el paradigma imperante de salud mental desde la creación del DSM-V en el 2013, el manual de diagnóstico oficial de Psiquiatría en el mundo, es que nos hemos vuelto fríos y ya no reconocemos lo que es propiamente humano. Quizás imperan más los intereses de las farmacéuticas que un auténtico interés en entender y paliar los efectos y las causas de los trastornos mentales. De hecho, hay una corriente muy crítica a este respecto dentro del ámbito de la Psicología, que denuncia la patologización de experiencias vitales comunes.
Nos falta comprensión y empatía para tratar lo humano, y cada día que pasa el cerco de esta ceguera se vuelve más estrecho, se institucionaliza, generando un marco legítimo para la ignorancia. Aplastamos la diversidad de lo sensitivo, o nos relacionamos con ello de una manera condescendiente, o muchas veces, directamente falsa o con total indiferencia.
La sensibilidad es inteligencia viva, espíritu en acción. Es una característica de la diversidad en la que se muestran los seres, el mundo de lo natural, fenomenológico. ¿Acaso ya no reconocemos lo que somos?