Existe un estado vital que a veces puede ser pasajero, y otras más permanente, que se caracteriza por un ensimismamiento enarbolado y perezoso, un estado decadente de la imagen que uno tiene de si mismo.
La autocomplacencia en un sentido psicológico negativo nos describe un estado mental que se caracteriza por sentirnos sumamente cómodos en nuestra propia postura. Adolecemos así de una sana autocrítica, y por ende, la legitimación de nuestro estar en el mundo, también carece de una sana empatía. El otro, por tanto, se convierte en un objeto que bajo este punto de partida, nos puede servir de alguna manera, ya sea para satisfacer nuestro ego, nuestros deseos o cubrir ciertas inseguridades, puesto que el acercamiento con el entorno es autorreferencial, es decir lo refiere todo a si mismo.
Muchas veces son posturas vitales inconscientes y se emplean mecanismos sutiles y poco honestos con uno mismo y con los demás a la hora de estar en una dinámica vincular.
La autocomplacencia es diferente a la autoestima. La autoestima es el sano amor hacia uno mismo, lo que permite a su vez ver el valor que los demás aportan. En cambio, la autocomplacencia, se refiere a una actitud egocéntrica y superficial que refiere lo propio como lo mejor, sin que haya una evaluación crítica o una sólida dedicación, expresándose en la realidad más bien como una actitud de inoperancia, indiferencia y falta de receptividad hacia el otro o el entorno.
Algunas de estas actitudes pueden provenir del aburrimiento, el estancamiento vital, la dejadez o la falta de conciencia. Esto se puede combatir si mantenemos una sana disciplina energética (mental, física, emocional y espiritual) en nuestra vida, y sobre todo si establecemos relaciones sanas con los demás. Espacios vinculares donde dar y recibir se basan en el respeto, y por tanto, compartir es un acto equilibrado que nace del amor desprendido y del afecto.